domingo, 1 de julio de 2012

SAN SIMEÓN SALUS


1º de julio

SAN SIMEÓN SALUS
(522-590 aprox.)

   
   La historia de Simeón Salus (que en Sirio significa "el loco") se ha traducido al castellano, está prácticamente olvidada por los siglos transcurridos y por los cientos de personajes canonizados por al iglesia católica. Encontrar sus rastros no es fácil, pues ni siquiera los más ancianos sacerdotes o religiosos tienen algún antecedente de este curioso santo nombrado como el Santo protector de los titiriteros. Difícil descubrir si realmente manipuló algún muñeco, pero si es fácil determinar que él fue realmente un titiritero de si mismo.
   Se ha observado en algunas ocasiones que una dosis de locura es una característica de la santidad. La Santidad va mucho más allá que la simple virtud, don razonable para el pensamiento humano, pues no asombra ni desconcierta como la santidad. Un santo va mucho más lejos que un hombre virtuoso, penetrando en regiones misteriosas del raciocinio de la mayoría de las personas, pues ellas ven sus acciones exteriores, sin percatarse de las fuerzas interiores, aquellas impulsadas por el alma y que no son percibidas por la mirada de los demás; no comprenden el sentido profundo que ellas tienen, considerándolo un loco y burlándose de él. Es que todo aquello que rebasa lo común provoca la burla y la risa de los pragmáticos incapaces de sobrepasar los límites impuestos por la razón y la lógica. Estas leyes generales se pueden aplicar de manera directa y particular a la vida de Simeón Salus, cuya vida parece ser el modelo más apropiado para confirmar esta condición.
   Lo que se conoce de este hombre en la actualidad no es mucho. Se cuenta en antiguos libros que tratan la vida de los santos que el camino a la santidad, o el llamado a esta vida diferente se inicia en la época de Domiciano, siendo un muchacho. Un buen día que regresaba junto a su inseparable amigo Juan de una peregrinación a Jerusalén luego de visitar los santos lugares, retornaban a su tierra natal por el valle de Jericó. Al pasar por la orilla del Río Jordán, se encontraron con un conjunto de monasterios que proliferaban al borde de este río consagrado por Jesucristo.
   Juan interrogó a Simeón: -¿Sabes quien vive allí?- apuntando las edificaciones de los monasterios. Y sin esperar respuesta espetó: -¡Son ángeles revestidos de apariencia humana!
   -¿Se les puede ver? Preguntó Simeón.
   -Si,- respondió el amigo- Siempre y cuando se les quiera imitar. Y señalando la bifurcación del camino que llevaba hacia los conventos o al regreso de sus hogares le dijo: -He aquí el camino de la vida; nosotros vamos por el camino de la muerte.
   - Inmediatamente Simeón cambió de dirección dirigiéndose a los claustros, simbolizando con este cambio repentino de sendero, un cambio de toda su existencia.
   - Ambos jóvenes llegaron a la puerta del primer monasterio y llamaron a la puerta. Era el Monasterio del Abate Jerásimo, donde moraba el célebre Nicón el anciano, hombre de gran autoridad, pues se comentaba que tenía la facultad de hablar con Dios. Su experiencia en las cosas divinas le daban al anciano una gran autoridad por sobre todos los religiosos que no eran pocos- de la región.
   - Juan y Simeón solicitaron vestir el hábito de novicios para poder permanecer en el claustro, petición que fue rechazada a pesar de las súplicas y ruegos de los jóvenes para ser aceptados. Es que Nicón había sido advertido de la llegada de ambos muchachos por una revelación espiritual, sin embargo quiso poner a prueba la vocación que los impulsaba. Fueron tantos los requerimientos que sobre ellos apareció una aureola para que el anciano les otorgase por fin, la vestidura solicitada.
   Al cabo de dos días la aureola desapareció y Simeón dijo a Juan: -¡Creo que Dios no nos quería aquí mas que por un momento!
   - Se enfrentaron nuevamente con Nicón y le solicitaron autorización para vivir solos y sin contacto alguno con el resto de los humanos. El anciano conociendo interiormente la pureza de sus deseos, les dio la bendición y ambos novicios tomaron el camino que les llevaba al Mar Muerto.
   Después de mucho caminar, llegaron a la solitaria celda de un ermitaño monje que hacia poco tiempo había fallecido. Era el lugar perfecto para alejarse absolutamente de la vida pagana de los habitantes del mundo.
   - En ese estrecho lugar se instalaron a orar y meditar.
   - Y allí pasaron veintinueve años.
   - Transcurridos casi tres decenios, Simeón tuvo una manifestación divina y le contó a Juan: -Dios me ha advertido nuevamente. Quiere que, de aquí en adelante, hable a los hombres.
   - Juan se espantó pensando en que su amigo había tenido una ilusión solamente e intentó hacerle cambiar de opinión para continuar en su compañía el retiro prolongado por tantos años ya. Simeón defendió con tanta vehemencia, sabiduría y claridad su proyecto, que el inseparable amigo comprendió que la inminente separación estaba realmente inspirada en la voluntad de Dios.
   - Partió Simeón, no sin antes prometerle a su compañero que regresaría para verle, aunque sea solo momentos antes de morir.
   - Y esta vez Simeón, por primera vez tuvo que caminar solo, sin su entrañable compañero.
Primero dirigió los pasos a Jerusalén, donde estuvo orando con vehemencia y fervor durante tres días, pidiéndole al Señor de los Cielos que ocultara a los ojos de los hombres los favores que pudiera hacerles, que al menos no se percataran de todos las bondades, mercedes y favores que por su intercesión, Dios pudiese ejecutar. Y en su desvarío rogó en su oración que, si fuera necesario, estaba dispuesto a pasar por loco para que los demás no reconocieran su sacrificio.
   - Tan extraña petición en la ferviente oración de Simeón fue escuchada por el Supremo Hacedor, pues desde ese día la vida de Simeón trastornó las costumbres de todos los hombres e incluso influyó en la vida de los Santos posteriores a él.
   - Con el mismo tesón que había puesto para apartarse de todos los seres humanos, ahora usó ese tesón para convivir con ellos, acompañarlos y entenderlos. Pero no para estar con los hombres de alcurnia que bullían al alero de la iglesia, sino que con los marginales, los pecadores, los perversos y miserables que proliferaban en medio del Siglo VI.
   - Parecía que no sabía elegir a los hombres apropiados, los momentos oportunos, ni menos los lugares pertinentes, para que un religioso se presentara, pero allí es donde intuía que era necesaria su presencia. Se caracterizaba por predicar en los lugares mas inapropiados sin esquivar aventuras ni situaciones comprometedoras. Jamás tomaba las precauciones que cualquier hombre de fe y comprometido con la palabra de Dios debía tomar, confiado en el vaticinio que le realizara Nicón en una aparición, cuando el anciano ya estaba muerto, prometiéndole que los peligros de la carne no existirían para él. Esta convicción le llevaba a alternan alegremente con ladrones, prostitutas, hombres y mujeres de escabrosa vida sin importarle las consecuencias, pero que con francas y sencillas conversaciones, momentos de silencios o con acciones concretas de caridad, Simeón lograba conversiones que ni las mas sublimes prédicas jamás lograrían.
   En esos terribles momentos de común unión con los marginados es que su sabiduría y santidad se disfrazaban como la acción de un entrometido y un desquiciado que afortunadamente los hombres decentes y honorables no entendían, pero que proporcionaban una gran ayuda, a los mas menesterosos.
   Su presencia llevaban tranquilidad, consuelo y esperanza a los olvidados de la última fila.
   Simeón era un perturbado con extrañas costumbres, pero que producía un efecto maravilloso que estaba oculto a la mirada de sus semejantes.
   Cuando parecía que su santidad quedaría al descubierto, siempre alguna cosa inesperada mantendría ocultas sus bondades detrás de la apariencia de necedades.
   Tenía premoniciones que se preocupaba de ocultar como los actos de un perturbado. En cierta ocasión, anticipándose a un fuerte temblor de tierra que destruyó a la ciudad de Antioquia, entró en un edificio público con un látigo en la mano azotando con él determinadas columnas, ordenándoles:   -¡Tú no te muevas. Tu señor te ordena que permanezcas firme!- Excepto a una columna que le dijo: -¡Tú no te caerás ni permanecerás en pie!.
   Todas las columnas resistieron el terremoto salvando muchas vidas, salvo la última que quedó inclinada y semi-hundida.
   En otra ocasión entró en una escuela donde nadie lo conocía y saludó con mucho cariño y respeto a algunos de los niños. Volviéndose al maestro le advirtió: -Cuidado con maltratarles, les quiero mucho y pronto emprenderán un largo viaje. El maestro tomó la visita como la de un enajenado mental, pero al poco tiempo una peste atacó a la ciudad y todos los niños que Simeón había saludado, murieron por la enfermedad.
   Se cuenta también que en una oportunidad, el diácono de la iglesia de Emera, a pesar de ser muy duro de corazón, le dio albergue tal vez conmovido por su aspecto de loco. En esos días fue acusado de asesinato y todas las pruebas inculpaban al benefactor de Simeón, siendo condenado a la horca. En el mismo momento de la ejecución, ya en el patíbulo y con la soga anudada al cuello, llegaron dos jinetes a galope tendido, gritándole al verdugo que detenga la ejecución pues el verdadero asesino había sido descubierto. Una vez en libertad, el diácono se encuentra con Simeón y ve sobre la cabeza del santo dos globos de fuego; Simeón le dice: -Da gracias a Dios por tu fortuna, pero acuérdate de los dos pobres que te pidieron ayuda y tú te negaste a socorrerlos pudiendo hacerlo. Esa verdadera culpa ha sido la causa de que te acusaran de un crimen que no cometiste.
   Y el hombre recordó que unos días antes de recibir a Simeón, le había negado el asilo a dos miserables que golpearon a su puerta.
   Todas estas virtudes sobrenaturales permanecieron ocultas durante su vida, como cuando un hombre rico y poderoso fue desenmascarado por Simeón, enrostrándole acciones indebidas cometidas secretamente por el individuo, incluso recordándole hasta sus malas intenciones que solo quedaban en su pensamiento y que absolutamente nadie más podía conocer. El hombre después del estupor y la ira producto de la impertinencia, se estremeció al reconocer estar frente a un profeta iluminado por Dios. Y queriendo contar a los cuatro vientos los prodigios de Simeón, su lengua quedó inmóvil y no volvió a recuperar el habla.
   En estas condiciones fue respetado el deseo del Santo de no ser reconocidas sus virtudes en vida. Acercándose el día de su muerte, fue prevenido interiormente y regresó a la soledad para cumplir la promesas hecha a su amigo Juan; la de visitarlo antes de morir.
   Cuando volvieron a juntarse ambos amigos, se abrazaron emocionados y compartieron sus experiencias místicas de los años que vivieron alejados.
   Al anochecer, Simeón se levantó y se dirigió a su antigua celda, habitación que ocupó por 29 años y le rogó a Juan que no entrara en ella hasta el segundo día, encerrándose en la cuarto. Simeón quiso ocultar en este acto, su muerte a los ojos de los humanos, incluso a los ojos de su amigo Juan. No quería exponer ni siquiera su muerte a la curiosidad de los demás al igual que como ocultó celosamente las intenciones de su vida virtuosa. Y como queriendo engañar a los demás, aún después de muerto, cuando Juan entró a la celda pasado los dos días acordados, el lugar estaba deshabitado. Es que Simeón, quizás en su último arranque de locura, o quizás por que extraño motivo, se había escondido debajo de los sarmientos y hojas que le servían de colchón para morir en paz.
   Su muerte habría pasado desapercibida sino es por los sucesos que se afirma, acaecieron en sus funerales. Juan, junto a unos pocos religiosos llevaron su cuerpo al cementerio e los peregrinos en el pueblo de Emera, cercano al lugar de su muerte, donde sería sepultado sin honores ni grandes despedidas, cuando de pronto resonaron en los aires voces celestiales. Eran los ángeles que cantaban su despedida ya que los hombres no le cantaban al Santo que había partido.
   Asombrados de tal prodigio, los habitantes de las vecindades salieron del ensueño. Se acordaron de las profecías de Simeón y recordaron las virtudes del que había vivido entre ellos como un loco, sin que ellos vieran su santidad. De acuerdo a las costumbres de los hombres, quienes lo ignoraron y se burlaron de él en vida, lo lloraron muerto reconociendo sus virtudes.
   Tal como en la oración lo había solicitado, Simeón no fue reconocido por sus contemporáneos, representando siempre al personaje que él adoptó: un loco que siempre estuvo ocultando al santo que estaba detrás de él.
   Sólo cuando cayó el telón, quienes vieron la magnífica actuación, reconocieron la maravillosa obra de un Santo que se adelantó a los siglos: San Simeón Salus, patrono de los titiriteros.

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