24 de marzo
SANTA CATALINA DE SUECIA
o DE VALDSTENA,
Virgen
(1381)
En Suecia, hoy día, no sólo son luteranos casi todos sus habitantes, sino que también la cultura y la vida llevan impreso el sello del protestantismo; los católicos representan sólo una exigua minoría. Sin embargo, el país de Gustavo Adolfo ha pertenecido a la Iglesia romana durante seis siglos (del X al XVI) y en aquella época produjo admirables frutos de fe, de devoción y de santidad.
Santa Catalina de Suecia, llamada también Santa Catalina de Vadstena, nació hacia 1331, de padres nobles y cristianos. Era la cuarta entre los ocho hijos del príncipe Ulf Gudinarsson y de su esposa Birgitta Birgesdotter, que no es otra que Santa Brígida, cuya festividad celebra la Iglesia el día 9 de octubre. De niña fue confiada para su educación a la abadesa del monasterio cisterciense de Riseberga. Por decisión paterna se casó a los dieciséis años con el linajudo y virtuoso conde Egard Lydersson van Kyren. De común acuerdo, los dos esposos decidieron vivir en virginidad a imitación de la Santísima Virgen y San José, y entregados a la plegaria, los ayunos y las obras de caridad. El hermano mayor de Santa Catalina, Carlos, príncipe ligero y mundano, hizo todo lo posible por apartar a su hermana de esta vida de perfección, mas en vano; en cambio, Santa Catalina, con sus exhortaciones y su ejemplo, consiguió que su cuñada Gyda, la esposa de Carlos, renunciara a la vida lujosa y disipada que llevaba.
La madre de Santa Catalina, Santa Brígida, después de la muerte de su marido se encontraba en Roma. A Santa Catalina le entró un ardiente deseo de ir a reunirse con su madre. Con permiso de su marido (pese a los intentos de su hermano Carlos para que no se lo concediera), Santa Catalina emprendió el largo viaje a Roma en el año santo de 1350. Cuando en el verano de dicho año Santa Catalina llegó a la Ciudad Eterna, su madre estaba fuera de Roma; sólo después de algunos días, y gracias a haberse encontrado de manera providencial en la iglesia de San Pedro con el obispo Pedro de Skänninge, uno de los acompañantes de Santa Brígida, pudo ir a reunirse con ésta, que se encontraba en el monasterio de Farfa, en el Lacio.
Después de haber pasado junto a su madre unas semanas en Roma, disponíase Santa Catalina a regresar a Suecia. Santa Brígida, entre tanto, había tenido una revelación divina: que era precisamente su hija la compañera y colaboradora que Dios le había designado para dar cima a la obra que traía entre manos, es decir, para la fundación de la Orden del Santísimo Salvador. Santa Brígida le preguntó entonces a su hija si estaba dispuesta a pasar por Jesucristo penas y contrariedades; Santa Catalina le contestó afirmativamente, añadiendo que estaba dispuesta a seguir la voluntad divina, aunque para ello tuviera que dejar, no sólo su patria, amigos y parientes, sino a su mismo marido, a quien —son sus palabras— amaba más que a su propio cuerpo. Poco después Santa Brígida tuvo otra revelación: que su yerno, el conde Egard Lydersson van Kyren, había fallecido en su castillo de Suecia.
Santa Catalina entonces fue invadida por una gran depresión de ánimo; en medio de su tristeza sentía un gran amargor y desaliento, viéndose obligada a permanecer en casa mientras su madre y sus acompañantes visitaban las iglesias romanas para ganar indulgencias. Apareciósele entonces la Virgen María, ordenándole la obediencia a su madre y a su director espiritual, y que abandonase la nostalgia de su tierra y amistades; al mismo tiempo, la Santísima Virgen le prometía su poderosa protección si permanecía junto a su madre. Santa Catalina así lo hizo.
En Roma vivían Santa Catalina y su madre en la más estrecha pobreza voluntaria, ganándose el sustento con el trabajo de sus manos, visitando las iglesias, dedicándose a rudas penitencias y ayunos sin abandonar por ello los ejercicios de piedad, especialmente la meditación en la pasión del Señor, y practicando la caridad: repartían limosnas a los menesterosos y enseñaban la doctrina cristiana a los pobres extranjeros. En medio de esta vida de santificación y mortificación, los biógrafos nos cuentan un hecho por el que se pone de relieve la ternura filial de Santa Catalina. Ella y su madre dormían siempre sobre el santo suelo; pero cuando Santa Brígida se había dormido, su hija procuraba poner una almohada bajo la cabeza de su madre.
Santa Catalina era joven y hermosa, y ambas cosas iban a acarrearle una serie de dificultades por parte de los numerosos pretendientes que surgieron entre los nobles romanos. Ella había confiado a San Sebastián la salvaguardia de su virginidad, y precisamente un día en que iba a la iglesia de este Santo, salió a su encuentro un conde con intención de raptarla: la aparición inesperada de un gamo, al que sin más pensar intentó darle caza, distrajo al raptor. Este mismo conde intentó repetir su fechoría otro día en que la Santa se dirigía a la iglesia de San Lorenzo extramuros: en esta ocasión fue víctima de una ceguera repentina de la que curó después sólo gracias a las plegarias de Santa Catalina. Un día, desesperada ya, quiso estropear la belleza de su rostro por medio de un ungüento repugnante y venenoso. Cuando, oculta en el jardín de la casa romana en que vivía con su madre, iba a poner en obra su intención, le cayó sobre la cabeza una piedra de la pared hiriéndola gravemente. Dios, que la había creado tan hermosa, no permitió que su belleza fuera destruida. Pero Santa Catalina hubo de permanecer encerrada en casa hasta curarse, mientras su madre y sus amigos iban a visitar las iglesias: era una prueba más para la Santa, pero también uno de los medios de que se valía el Señor para su santificación.
Santa Catalina y su madre realizaban peregrinaciones por Italia con el fin de visitar los más famosos santuarios, estos viajes en aquellos tiempos no estaban exentos de peligros. Por ejemplo, encontrándose en Asís para visitar la iglesia de San Francisco, fueron atacadas por una partida de bandidos, de los que milagrosamente consiguieron huir. También, juntamente con su madre, hizo Santa Catalina la peregrinación a Tierra Santa.
Poco después de haber regresado a la Ciudad Eterna, Santa Brígida, que ya se había sentido enferma en Jerusalén, fallecía en 1373, siendo enterrada provisionalmente en la iglesia de San Lorenzo in panisperna. Algún tiempo después, Santa Catalina, en compañía de su hermano Birger Ulfsson y sus amigos y compatriotas los obispos Pedro de Skänninge y Pedro de Alvastra, trasladaron a su tierra los restos mortales de Santa Brígida. A su paso por los diversos países de Europa, el fúnebre cortejo iba cumpliendo una verdadera actividad misionera: Santa Catalina dirigía a los pecadores saludables instrucciones, procuraba con sus hechos y palabras inspirar por doquier el santo temor de Dios, y al mismo tiempo daba a conocer las predicciones y revelaciones de su santa madre. Después de haber atravesado toda Europa, embarcaron en Danzig para Suecia, adonde llegaron, tocando tierra en Söderköping, a mediados de junio de 1374. El paso de los restos mortales de Santa Brígida a través de Suecia fue una procesión triunfal: los milagros florecían a su paso y las gentes acudían de todas partes a oír los sermones de Pedro de Alvastra. Santa Brígida fue enterrada en Vadstena el 4 de julio de aquel año con gran solemnidad.
Después de haber enterrado a su madre, Santa Catalina se encierra en el monasterio de Vadstena, pintorescamente situado a orillas del gran lago Vättern, viviendo bajo la Regla que durante nada menos que veinticinco años había practicado en Roma junto a su madre. Poco tiempo después, y a pesar de no ser ése su deseo, Santa Catalina era elegida abadesa, pero tampoco ahora iba a poder disfrutar de una existencia tranquila: el constante peregrinar era el sino de su vida. En efecto, en 1375 emprende de nuevo el largo y, en aquel tiempo, dificultosísimo viaje a Roma, esta vez con una doble finalidad: poner en marcha y activar el proceso de canonización de Santa Brígida, y conseguir del Papa la aprobación de la Orden del Santísimo Salvador. En esta ocasión Santa Catalina permaneció en Roma cinco años. La canonización de su madre se vio retrasada por el cisma de Occidente, que entonces desgarraba a la catolicidad: Santa Brígida fue elevada a los altares por el pana Bonifacio IX en 1401, mas esto ya no alcanzó a verlo Santa Catalina; en cambio, consiguió del sumo pontífice Urbano VI la constitución apostólica de 3 de diciembre de 1378, por la que se aprobaba la Orden del Santísimo Salvador y al mismo tiempo se concedían a Vadtena las mismas indulgencias que las que podían lucir los peregrinos que visitaban la iglesia romana de San Pedro ad vincula.
En 1380 Santa Catalina estaba otra vez en su amado retiro de Vadstena, donde murió el 24 de marzo de 1381, después de nueve meses de penosa enfermedad, contra la cual no quiso tomar ninguna clase de medicinas, y en cuyo largo desarrollo dio numerosos ejemplos de humildad, mortificación y paciencia. Santa Catalina recibía a diario, durante los últimos veinticinco años de su vida, el sacramento de la penitencia, y lo mismo continuó haciendo en su última enfermedad; pero a causa de los vómitos de que iba acompañada la dolencia, se veía privada de la comunión dominical (pues la costumbre de comulgar a diario no existía en la Edad Media), si bien pudo recibir la comunión antes de morir.
El final de su vida no fue el final de su influencia. Apenas había exhalado la Santa el último suspiro, se vieron sobre su cuerpo luces que lo iluminaban maravillosamente, y durante varios días estuvo luciendo una brillante estrella sobre la casa donde estaban sus restos mortales, y en su entierro aparecieron innumerables luces delante y detrás del sarcófago, pero quienes las trajeron no se mostraron visibles, De esta manera, en los funerales de Santa Catalina, solemnemente celebrados por el arzobispo Birgen de Upsala y por los obispos Nicolás de Linköping (después también elevado a los altares) y Tord de Strägnäs, y honrados por la asistencia del príncipe Erik, hijo del rey de Suecia, así como por los más importantes personajes del reino, se dio un hecho milagroso que fue como la coronación de los muchos milagros de la vida de la Santa, continuados después de su muerte.
En efecto, se nos dice en su Vida que ya al nacer no quiso mamar la leche de su nodriza, que era una mujer de vida mundana, mientras tomaba muy bien el pecho de su madre y de otras mujeres honestas.
En una ocasión salvó a Roma de una inundación que se presentaba devastadora: las aguas del Tíber se retiraron milagrosamente al meter en ella los pies Santa Catalina.
Estando también la Santa en Roma, cayó enferma la hermana de uno de sus conocidos, llamado don Latino; esta mujer había llevado una vida pecadora, y ahora, a pesar de estar enferma de muerte, no quería arrepentirse ni confesarse. Santa, Catalina se postra de rodillas ante su lecho y pide a Dios. que conmueva el duro corazón de la pecadora. De pronto, empieza a subir gran cantidad de humo desde el río, Desencadenándose al mismo tiempo un violento huracán y una gran tormenta; todo lo cual produjo el efecto de ablandar el corazón de aquella mujer, que acabó haciendo una humilde confesión que le permitió tener una muerte cristiana.
En Nápoles rogó Santa Catalina por una posesa, con el resultado de que el espíritu inmundo abandonó a la mujer.
Viajando por Prusia Santa Catalina, uno de sus criados se cayó del coche, pasándole por encima las ruedas del mismo y resultando gravemente herido; pero gracias a las plegarias de la Santa sanó en el acto.
En Vadstena sanó también a un hermano lego que se hirió gravemente al caerse de un lugar elevado.
También curó a una muchacha tullida, llamada Cristina Persdotter, que fue luego monja de Vadstena.
En Vadstena los piojos no aparecían nunca, y el hecho se creía allí un milagro de la Santa. Un hombre incrédulo, llamado Clemente, no quiso dar crédito a esto, y entonces se vio acometido por los piojos de una manera tan furiosa que no pudo verse libre de ellos sino después de rezar devotamente a Santa Catalina para que le librase de tan inmundos animalejos.
Después de su muerte, y el mismo día en que años más tarde se sacaban sus restos para cambiarlos de sitio, hizo otro milagro. Un muchacho de Mjölby, ciudad sueca hoy día populosa, se cayó en la presa de un molino; pero salió sano y salvo merced a la ayuda de una mujer vestida de blanco, que no era otra que Santa Catalina.
También Santa Catalina, como su madre, tuvo el don de las revelaciones y predicciones. Predijo, por ejemplo, la muerte en Noruega del rey de Suecia Magnus Eriksson en 1374, muerte que fue comprobada seis semanas más tarde, al regresar a Suecia los servidores que acompañaban al rey.
Otros numerosísimos milagros hechos por Santa Catalina, son enumerados por sus biógrafos y certificados con fidedignos testimonios en el proceso de canonización. El proceso fue iniciado por el obispo Enrique Tidemansson de Linköping en 1469 y después proseguido en Roma: pocos años más tarde, en 1484, el papa Inocencio VIII permitía festejar la festividad de Santa Catalina como una segunda fundadora de los monasterios brigidinos.
Y no sin razón. Pues si bien fue Santa Brígida la autora de la Regla de la Orden y su comentarista, fue su hija quien de veras la puso en práctica en Vadstena, organizando conforme a ella el primer monasterio, y quien trabajó lo indecible hasta verla canónicamente aprobada. Efectivamente, la gran obra de Santa Catalina fue dejar asegurada la fundación de la Orden del Santísimo Salvador (Ordo Sanctissimi Salvatoris), de monjas y frailes, bajo la jurisdicción de la abadesa de Vadstena. Su finalidad principal era y sigue siendo alabar al Señor y a la Santísima Virgen según la liturgia de la Iglesia, ofrecer reparación por las ofensas cometidas contra la majestad divina y llevar, en la oración y la meditación (sobre todo en la meditación de la pasión del Señor), una vida perfecta para el honor de Dios y la salvación de las almas. La Orden llevó también a cabo, sobre todo al final de la Edad Media, una brillante obra cultural: los brigidinos tradujeron la Biblia a los idiomas escandinavos, y los monjes de Vadstena tuvieron la primera imprenta de Suecia. En el siglo XVI, una dama española, Marina de Escobar, da impulso a la rama española de la Orden, que perdura en España y en Méjico. En Europa, por el contrario, la Orden sufrió mucho a consecuencia de la Reforma, primero, y de la Revolución Francesa, después, si bien sobrevivió en el monasterio bávaro de Altomünster.
Pero la actividad exterior de Santa Catalina, de fundadora tenaz y de incansable peregrina, cuya influencia se dejaba sentir incluso en la corte de los Papas, no era otra cosa que la manifestación de un alma ardiente llena de fe, de piedad y de fortaleza. Su figura se nos presenta en su juventud llena de encanto, lo mismo que resulta atractiva su figura de joven virgen y viuda decidida a llevar en Roma, mediante la obediencia y la oración, una vida nada común de gran humildad y pobreza. Y más todavía, si cabe, nos admira la nueva Catalina que sale a luz después de la muerte de Santa Brígida: la hija devota y decidida, que sin regatear esfuerzos traslada de Roma a Vadstena, el cuerpo de su santa y admirada madre; la organizadora vigorosa y resuelta que dirige la suerte de Vadstena durante los primeros y más difíciles años de la fundación, que viaja a Roma y remueve incesantemente los estorbos que a su actividad se oponen; que lucha y vence; que nos da ejemplo de superación de la dureza de esta vida. Sin duda todo, porque hizo de la meditación en la pasión del Señor, el centro de su vida, y porque, como dice una secuencia medieval de la Santa: "Con alegría abrazó voluntariamente la cruz del Señor".
Para terminar diremos que la Orden del Santísimo Salvador, cuya fundación definitiva en la Edad Media fue la gran obra de Santa Catalina, ha sido restaurada en nuestros días, e incluso ha sido construido un nuevo monasterio en Vadstena, a la sombra misma de la famosa "Iglesia Azul" (Blakyrka), la primera de la Orden, gracias a los infatigables desvelos de otra tenaz mujer sueca, la madre Isabel Hesselblad, fallecida en 1957. En Suecia, su amada tierra, y en otros países, las hermanas brigidinas continúan caminando sobre las huellas de las santas fundadoras. El espíritu de Santa Catalina no ha muerto.
VIRGILIO BEJARANO
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