26 de diciembre
NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE ANDACOLLO,
(Chile)
En medio de las últimas ramificaciones de los Andes occidentales, como un diminuto oasis entre las secas, abruptas y áridas tierras del contorno, Andacollo es un pueblecito minero cuyos orígenes se remontan a la época precolombina. Desde muy antiguo es famoso el subsuelo, rico sobre todo en oro y cobre. Todavía hoy son famosos los lavaderos de oro, principal ocupación de sus habitantes. Su nombre es de raíz incaica, como consecuencia de una invasión ocurrida en el siglo xv antes de la conquista, al exclamar uno de los principales, asombrado por la abundancia de pepitas de oro a flor de tierra. "Anta-coyo", que en lengua quichua quiere decir "reina del cobre". Tal etimología es la que presenta Oviedo en su Historia Natural de las Indias y mantienen hoy los más serios historiadores.
La cristianización de Andacollo data de Francisco de Aguirre, capitán de Valdivia, que estuvo personalmente en las minas, adonde volvió en su vejez para terminar en una vida pacífica.
En cuanto al origen de la veneración a María, dice la tradición que hubo una primitiva imagen, traída por los españoles de Francisco de Aguirre en 1544 cuando llegaron a este lugar para evangelizarlo, y que fue tallada por uno de los mismos expedicionarios. Tal imagen, con motivo de una invasión de los indios de Copiapó, a la que sobrevivieron tan sólo dos españoles, fue escondida en los cerros del mineral, temerosos aquéllos de verse privados de tan estimada joya. Poco después, ya en la segunda mitad del siglo XVI, fue recuperada por un indio mientras cortaba leña o cavaba mineral. La llevó a su choza para ofrecerle culto, y a causa de sus prodigios, divulgados por la comarca, se hizo cargo de ella la autoridad eclesiástica, que le erigió una capilla.
Pero nuevamente se pierde el rastro de la primera imagen, lo que debió de dar lugar a designar a San Miguel como titular de la iglesia. Ocurría esto en tiempos del párroco Alvarez Tobar, que en 1676 encargó otra imagen a un escultor de Lima y restableció su culto con la que hoy conocemos. Mide la imagen, "tallada en madera de cedro, como una vara y media, y su rostro es pequeño, de tinte moreno y ojos que parecen despedir una dulzura melancólica." Todo el ropaje estaba tallado en la misma madera, compuesto por una túnica de color rosado y un manto adornado de estrellas, hasta que la inevitable tendencia del siglo XIX mutiló la talla del busto para cubrirla de ricos vestidos y joyas con que hoy la admiramos.
Aquella primitiva capilla, una empalizada con techo de paja, a que hemos hecho referencia, fue sustituida, también en la época del párroco Alvarez Tobar, por otra que persistió hasta el siglo XVIII, en que, por disposición del obispo de Santiago, don Manuel Alday, se llevó a cabo la edificación de otro templo más digno, residencia actual de Nuestra Señora y de su tesoro, en el que se exhiben, por lo que se refiere a España, sendas casullas regaladas por Carlos III e Isabel II y un vestido de gala ofrecido por la infanta Isabel, hermana de Alfonso XII.
En 1873, y por iniciativa del obispo de La Serena, de cuya ciudad dista Andacollo 57 kilómetros, fue erigida una basílica de gran dignidad arquitectónica y capaz de albergar las grandes peregrinaciones que se congregan en los actos solemnes, cuando la imagen se traslada a la basílica desde el santuario de su habitual residencia. Desde 1900 ambos constituyen una parroquia a cargo de los padres del Corazón de María, a quienes se debe una gran labor apostólica y de expansión del culto a Nuestra Señora de Andacollo, cuyo primer fruto fue la coronación canónica de la misma por León XIII en 26 de diciembre de 1901, siendo presidente de Chile el excelentísimo señor don Germán Riesco.
Pero lo más emotivo y diferenciador del culto a Nuestra Señora del Rosario de Andacollo es la manera de manifestarse la piedad de sus devotos. Sin duda alguna, uno de los aspectos más humanos del amor de María consiste en querer verse venerada en cada pueblo o región mediante la exteriorización jubilosa de las costumbres y tradiciones arraigadas en cada lugar. Es como si la Virgen se sintiera nacida en cada aldea y prefiriera lo castizo y popular, como si esto fuera una recordación de una infancia pueblerina deseada. Dentro de las más honda fe y sentida piedad (depurada de desviaciones profanas a lo largo de los siglos por la labor formadora de los sucesivos prelados), la devoción de la Virgen en Andacollo consiste en el ofrecimiento que hacen durante los días de su festividad múltiples comparsas de danzas.
Los primeros testimonios de los bailes de Andacollo datan de 1585. Son los llamados de indios o chinos; su indumentaria está formada por anchos calzones rojos, camisa blanca y faja de mineros, adornada después con espejuelos y lentejuelas. Tocan clarinetes de madera y tambores. Sus bailes se caracterizan por movimientos lentos, monótonos, inclinaciones y reverencias y saltos espectaculares.
Otro género de danzantes, del que se tienen noticias desde 1752, es el llamado de los turbantes de La Serena, constituido por hombres piadosos y probos. Van de blanco, con sombrero cónico, del que salen cintas de diferentes colores. Sus bailes, por el contrario, son rápidos, violentos. Bailan nada más los llamados alféreces, provistos de espadas, mientras los demás componentes evolucionan en torno, uno a uno, dando sorprendentes volteos hasta ocupar sucesivamente el último lugar de la fila. Los instrumentos que tocan son agudos.
El baile de danzantes, tercera especie de la que se tienen referencias desde 1798, se caracteriza por su vistosa y llamativa indumentaria, con profusión de abalorios, y tanto sus bailes como sus sones son más variados y armoniosos.
Cada uno de estos grupos está dirigido por el llamado " cabeza de baile", designación que se mantiene por herencia, y al frente de todas las comparsas está el llamado pichinga, jefe supremo de la danza de Andacollo, cuya autoridad es respetada religiosamente. Todos los años, el 25 de diciembre, arriban al pueblecito del mineral de Andacollo las numerosas comparsas de bailes que, peregrinos de la Virgen de la Montaña, vienen a rendir homenaje. Se reúnen junto a los muchos millares de devotos procedentes de la Argentina y Bolivia, como antiguamente, cuando los caminos de Río Elqui y Humalata, Río Hurtado y La Serena, en que, después de anteriores jornadas de ascenso por la quebrada montaña, llegaban a la Cruz Verde, a más de mil metros sobre el nivel del mar, y desde donde, tras corto descenso, se alcanza el santuario.
El amanecer del 25 coincide con la llegada a las puertas del templo para hacer ante la Virgen la presentación oficial con sus trajes de gala. Van sucediéndose las comparsas hasta situarse en un lugar determinado en el momento de aparecer la imagen a las puertas del santuario. Entonces comienzan las danzas; es un verdadero espectáculo de griterío, mezclado con los más opuestos sones de instrumentos, escobilleo de pies, inclinaciones y gigantescas cabriolas, estandartes que se alzan, batutas que bajan y suben, espadas en agitación. Es todo un complejo, confuso pero previsto desorden, cuya expresión única infunde un sentimiento de primitiva melancolía y fe, hasta desbordarse la contenida emoción. Luego, de cada comparsa se adelanta un representante, portavoz de un discurso o deprecación piadosa, que expresará ante la imagen de la Virgen. Recitan de memoria o improvisan, con la seguridad y la gracia del espíritu popular y ferviente; muestran su agradecimiento por los favores especiales recibidos, claman tristes plegarias por los cofrades desaparecidos, cuya salvación encomiendan, o hacen el ofrecimiento de nuevos miembros. Piden por las familias, la Iglesia y la patria, y los espontáneos versos de su expresión religiosa contagian la emoción de la multitud que escucha.
Llega luego el día 26, festividad de Nuestra Señora de Andacolio. Desde la una a las seis de la tarde siguen las danzas, turnándose las diferentes comparsas dentro de un orden establecido. Comenzada seguidamente la procesión, las comparsas forman carrera de honor para escoltar a la imagen. Cincuenta danzas compuestas por más de mil quinientos hombres. Es una clamorosa profusión de color, cintas ondulando en los aires, espejuelos que reflejan su brillo. Todo el mundo, con la atención contenida, está pendiente de que aparezca la Virgen por la puerta del santuario. Y en tal momento, como movidos por una inspiración, las filas de hombres se agitan y levantan, se doblan en vaivenes multitudinarios ; se mezclan los sones de las danzas, distintos en su ritmo, pausados, agudos y roncos. Los turbantes evolucionan con parsimonia, los danzantes escobillean y bailan vertiginosamente, los chinos semejan acróbatas arrebatados.
De este modo expresan su amor a María sus fervientes devotos chilenos. No importa el origen incaico de estas danzas, ni su lejano sentido de superstición religiosa, si luego ha ido honestamente cristianizado. Es la expresión sincera, natural y viva de un sentimiento mariano. Ella misma, la Santísima Virgen de Andacolla, ha dado muestras naturales de su aceptación y preferencia por tales manifestaciones de culto popular, aprobado por la jerarquía eclesiástica. De las danzas de otros tiempos, mezcladas con actividades verdaderamente profanas y hasta escandalosas, queda hoy un espíritu cristiano y un sentido católico, hasta el punto de que son mayoría los cofrades que celebran estos días santos con procesiones eucarísticas, comuniones y novenas. Andacollo es en tales días un lugar en donde Dios está cerca, presente, a través de las gracias de su Madre; se respira entonces el sacrificio, la hermandad y la piedad sencilla, y no la sensualidad, el desorden y la impiedad que en otros tiempos se mezclaron. Estas danzas, que en Chile no tuvieron nunca contaminaciones idolátricas —por la idiosincrasia de su indigenismo y la formación de sus colonizadores—, tienen hoy un carácter religioso de agradecimiento, de expiación y de generosidad.
Dentro de la abundancia amorosa de María, puesta de manifiesto en múltiples milagros a lo largo de estos siglos de veneración, y muy concretamente en probados milagros —los más recientes— a raíz de ser coronada, tienen especial interés las promesas y favores relacionados con el valor religioso y devoto de sus danzas; es corriente el caso de los prometedores, que estiman más valioso en ellos prometer estar toda la vida en una comparsa que realizar otros actos de piedad distintos. Recordamos el caso de un niño que, ciego a los cinco años, sanó a los ocho por promesa de su madre de consagrarle al servicio de la Virgencita de Andacollo, y, por consejo del propio párroco, la cambió por la de servir en la comparsa de su pueblo, cosa que llevó a cabo durante treinta y siete años.
JUAN MANUEL LLERENA
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