5 de abril
BEATA CRESCENCIA de KAUFBEUREN,
Virgen
(1744)
Ana Hoss nació el 20 de octubre de 1682. Era hija de un modesto tejedor de lana en la ciudad de Kaufbeuren, que en aquel tiempo contaba sólo con dos mil quinientos habitantes, en su mayoría protestantes. Matías Hoss, el padre de Ana, era persona muy sensata y sabía orar muy de corazón. Le gustaba concentrar sus pensamientos sobre la pasión de nuestro Señor, y por medio de ásperas penitencias voluntarias, había logrado penetrar en los misterios de la fe mucho más profundamente que algunos cristianos, los cuales creen que con un padrenuestro ya se han despachado para todo el día. De aquel padre tan bueno aprendió Ana desde sus más tiernos años la compenetración expiatoria con los sufrimientos del Redentor, que más tarde fue una virtud insigne que la distinguió. Y así se cuenta que aquella muchachita procuraba algunas veces pasar voluntariamente hambre y sed o llevar en la boca alguna cosa amarga, para unir sus padecimientos con los del Salvador. Es muy hermoso que los niños unan sus pequeños sacrificios a los padecimientos de nuestro Señor Jesucristo.
Los años de su juventud los pasó Ana Hoss en su casa paterna, ayudando a su padre en el telar y a su madre en las faenas domésticas. Más tarde ingresó en el convento de religiosas franciscanas de Kaufberuren. Al vestir el hábito, recibió en religión el nombre de Crescencia. Que quiere decir "la que crece", y ella estuvo creciendo continuamente en las virtudes religiosas durante los cuarenta años de su vida religiosa, y alcanzó por fin un alto nivel de santidad.
Su vida consagrada estuvo siempre impregnada de amor alegre a Dios, con la preocupación fundamental de cumplir en todo su santísima voluntad. Vivía una gozosa y profunda relación con Dios.
Su intensa oración, mediante fervorosos coloquios con la Trinidad, con la Virgen María y con los santos, desembocó muchas veces en visiones místicas, de las que sólo hablaba por obediencia ante sus superiores eclesiásticos.
Desde su infancia oraba mucho y con fervor al Espíritu Santo, devoción que cultivó durante toda su vida. Deseaba que las personas vieran en él un camino más fácil de vida espiritual.
Se la suele representar sosteniendo la cruz con la mano derecha, mientras con la izquierda se dirige al Salvador crucificado, pues durante toda su vida predominó en ella la contemplación y devoción a Cristo en su agonía, que la llevaba a un gran espíritu de sacrificio personal, siguiendo el ejemplo del Salvador.
Siempre buscó hacerlo todo por amor a Dios, a quien deseaba glorificar por la fe, con obediencia y humildad.
Sus experiencias místicas no la alejaban del mundo real; al contrario, sus ojos se hallaban abiertos de par en par a las necesidades del prójimo. Ciertamente, dedicaba largos ratos a la oración y a la contemplación, pero durante gran parte de su jornada se entregaba a socorrer a los necesitados, en los que veía a Cristo mismo.
Durante muchos años fue portera del convento, cargo que aprovechó para aconsejar a mucha gente y realizar una generosa labor de caridad. Más tarde, nombrada maestra de novicias, se entregó a la formación espiritual de las hermanas jóvenes para la vida monástica.
En 1741 fue elegida superiora. Desempeñando ese cargo dirigió de modo sabio y prudente el monasterio, tanto en el campo espiritual como en sus intereses seculares, mejorando hasta tal punto la posición económica que, por mérito suyo, el monasterio pudo ayudar a mucha gente con sus limosnas.
Solía subrayar que sin amor a los demás no podía haber amor a Dios y que "todo el bien que se hacía al prójimo era tributado a Dios, que se escondía en los andrajos de los pobres".
Consideraba importante que también las mujeres se realizaran en la vida religiosa. De modo constante y consciente se esforzó siempre por aumentar la fe en todos aquellos con quienes entraba en contacto, haciéndoles comprender cuál era el camino que debían seguir. Por eso, para numerosas personas, tanto consagradas como laicas, fue guía espiritual y consejera decisiva. Tenía la rara capacidad de reconocer rápidamente los problemas y ofrecerles la solución adecuada y razonable.
El príncipe heredero y arzobispo de Colonia Clemente Augusto la consideraba una guía de almas sabia y muy comprensiva; quedó tan prendado de su santidad que llegó a pedir al Papa que la canonizara inmediatamente después de su muerte.
Numerosas personas iban a consultarla en su monasterio y con tal de mantener una conversación con ella estaban dispuestas a esperar varios días. Eran miles los que le escribían desde las regiones de Europa de lengua alemana, pidiéndole consejo y ayuda, y recibiendo siempre una respuesta adecuada. Gracias a ella, el pequeño monasterio de Kaufbeuren desempeñó un sorprendente e importante apostolado epistolar.
Inmediatamente después de su muerte, que aconteció el 5 de abril de 1744, domingo de Pascua, la gente acudió en gran número a visitar su tumba en la iglesia del monasterio, convencida de encontrarse ante una santa. Kaufbeuren se convirtió en un lugar famoso de peregrinaciones en Europa. Ese fenómeno se verificó ininterrumpidamente desde su muerte, y se intensificó después de su beatificación, llevada a cabo por el Papa León XIII el 7 de octubre de 1900. Esa veneración ha seguido viva hasta hoy de modo sorprendente, no sólo entre los católicos sino también entre las comunidades surgidas de la Reforma.
En el convento de Jaufbeuren, se conserva un cedazo venerado como reliquia. Se cuenta que una vez le mandaron a la beata Mª Crescencia que fuera por agua al pozo que había en el patio. La superiora, que era muy corta de vista, no se dio cuenta de que en lugar del cántaro le entregaba un cedazo. La hermana echó de ver en seguida, como es natural, la equivocación, pero no quiso hacer ninguna observación, sino que salió y fue a cumplir con obediencia ciega la orden recibida; y he aquí que el cedazo, como si fuera un cántaro, no dejó escapar el agua, sino que hizo de magnífico recipiente. De esta manera recompensó Dios la obediencia sencilla de la buena religiosa.
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