4 de julio
SAN ULRICO O ULDARICO
DE
AUSBURGO,
Obispo
San Ulrico, obispo, descendía del noble linaje de los condes de Kyburg. Al nacer, era una criaturita tan esmirriada, que sus padres sentían incluso vergüenza de mostrarle a la gente, todos cuantos le veían quedaban convencidos de que aquel condesito no llegaría a valer para nada. Solamente un peregrino, que acababa de regresar de Tierra Santa, fue de distinto parecer y predijo que aquel niñito llegaría a ser un personaje famoso. De hecho, Ulrico, a quien solían llamar con la abreviatura familiar de Utz, alcanzó la edad de 83 años.
Así que Utz de Kyburg logró superar con tenaz aferramiento a la vida, todas las enfermedades que pueden pasarse en la infancia y llegó a hacerse un buen mozo bien asentado sobre sus fuertes piernas, sus padres le enviaron a la famosa escuela monasterial de San Gall. Muy pronto supo ganarse Utz la simpatía de maestros y condiscípulos, pues no solamente era aplicado y piadoso, sino que, además, con mucha frecuencia tenía ocurrencias graciosísimas, de suerte que en presencia suya hasta los enfermos reían francamente.
Por aquel entonces vivía en los alrededores de San Gall una ermitaña llamada Wiborada. Con frecuencia acudía Utz a visitarla. En una ocasión la ermitaña, penetrando el futuro, dijo al joven conde de Suabia, que en el futuro llegaría a ser obispo de una ciudad donde hay un río que separa dos comarcas. La profecía se cumplió, efectivamente, pues la ciudad de Augsburgo, de donde Ulrico fue más tarde obispo, está asentada junto al río Lech, que separa a Baviera de Württemberg.
Cuando Utz, a quien por respeto vamos a llamar con su nombre completo de Ulrico, hubo terminado sus estudios en San Gall, regresó a su casa y se convirtió en seguida en la mano derecha de su tío Adalberto, que era a la sazón obispo de Augsburgo y de quien había recibido la ordenación sacerdotal. Ulrico hizo también una peregrinación a Roma. Allí le comunicó al Padre Santo que su tío Adalbero había muerto, entretanto, y que él sería su sucesor. Sin embargo, aquélla predicción no se cumplió en seguida, pues cuando Ulrico regresó ya habían nombrado a otra persona obispo de Augsburgo, y como en el ínterin había fallecido su padre, Ulrico se reunió con su madre, que se había quedado sola, para consolarla en su desgracia. Cuando quince años más tarde murió, él mismo le cerró los ojos y como igualmente murióel obispo de Augsburgo, Ulrico le sucedió, llevando en sus manos durante cincuenta años el báculo pastoral.
Eran malos tiempos aquellos, pues poco antes los húngaros, pueblo bárbaro compuesto de pescadores, cazadores y jinetes, se habían desbordado sobre el país, montados en vivaces y pequeños caballos, iban incendiando ciudades y aldeas, asesinando a muchas personas y llevándose a otras como botín de esclavitud. Todos los que habían logrado escapar estaban sentados sobre las ruinas de sus antiguas haciendas, sin ánimos ni resolución para hacer nada. El obispo Ulrico tuvo muchísima labor. Con mano vigorosa se puso él mismo a trabajar en la reconstrucción, y su ejemplo inflamó a los demás. Nuevos alientos reanimaron a aquellos desgraciados hombres que se habían doblegado ante la desgracia, y todo fue resurgiendo con suma rapidez. Ulrico sabía además orar con fervor, y era de arriba abajo un obispo como debe ser. En el año 955 volvió a haber una violenta razzia de húngaros que saquearon el país, asesinaron a muchísima gente y redujeron nuevamente a cenizas las iglesias y los monasterios, las ciudades y las aldeas. Alaridos de dolor y angustia resonaban por doquier. Pero esta vez las hordas salvajes llegaron solamente hasta la ciudad de Augsburgo. En esta ciudad les tuvo a raya San Ulrico, obispo, acompañado de un escogido escuadrón de caballeros y soldados aguerridos, hasta que llegó con su ejército imperial el emperador Otón I de Alemania, el cual, en el día 10 de agosto del 955, causó tan completa derrota a los húngaros en la famosa batalla de Lechfeld, que estas hordas jamás volvieron a internarse en territorio alemán. No cabe duda, que un gran mérito en esta batalla, famosa en toda la historia universal, le corresponde a San Ulrico, obispo de Augsburgo, el cual, según dijera el peregrino de vuelta de Tierra Santa, había de ser realmente un hombre grande, valioso y afamado.
La primera canonización pontifica, llevada a cabo por el Papa Juan XV en 993, fue la de elevar al honor de los altares a Ulrico de Augsburgo.
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