BEATO MAESTRO JUAN DE ÁVILA,
Confesor
Un buen día del año de 1517 Juan de Ávila, un estudiante alegre de la Mancha, que había recorrido durante cuatro cursos las callejuelas de Salamanca con sus cartapacios de apuntes bajo el brazo, camino del estudio, dejaba la ciudad del Tormes. Hacía días que Dios le hurgaba en el alma. El golpe de gracia fue en una fiesta de toros y cañas. Ahora, dejadas las "negras leyes", volvía a Almodóvar del Campo, que le había visto nacer el día de Epifanía del último año del siglo.
Poco después Alcalá le dará su abrazo de bienvenida en un momento de efervescencia espiritual, a la que no podrá sustraerse. Las sabias lecciones de Artes del maestro Soto, de quien fue discípulo predilecto, y aquellas lecturas del docto maestro Medina, que enseñaba por la nueva vía de los Nominales, alternaban con la lección sabrosa de unos libros de Erasmo, saturados de espíritu paulino y salpicados de censuras mordaces ansiosas de reforma.
Ya es sacerdote Juan de Ávila. Juan de Ávila ha entrado de lleno en el recogimiento y la oración. El fuego apostólico ha prendido en su alma y las Indias se le antojan cañaveral seco pronto para el incendio. Piensa ir allá con el padre Garcos, de la Orden de Santo Domingo, que marcha como primer obispo de Tlaxcala. ¿Vistió ahora el hábito dominicano en Santo Tomás de Sevilla? Veinte años más adelante se recordará, cuando esté inclinado a entrar en la Compañía, que el padre Ávila "ha sido fraile". Las íntimas relaciones que vemos tiene en Sevilla con los dominicos parecen dar pie para una conjetura.
Alguna dificultad seria debió interponerse entre las Indias y aquel cristiano nuevo de Almodóvar. Sus Indias estaban en el sur de España. No acertamos a imaginarnos con colorido exacto el poder extraordinario de atracción de aquel clérigo joven, bachiller en teología, que vivía pobremente, sin tomar apenas cosa que llegase al fuego, sino granadas o frutos que pasaban por la calle. Su encuentro con Fernando de Contreras fue providencial. Era éste un clérigo de la Orden de San Pedro, antiguo capellán de San Ildefonso de Alcalá, fundador de un colegio de niño, famosos por sus redenciones de cautivos. Un día le oyó Contreras platicar a unos clérigos; otro día vio algo no común en su manera de decir misa. Y el círculo de Contreras, confesor entonces del arzobispo Manrique, inquisidor general, se abrió para acoger a Juan de Ávila. De esta manera entró en contacto con la casa de Priego, en cuya residencia de Montilla había de vivir los últimos años de su vida.
Don Alonso Manrique logró retener al padre Ávila en su arzobispado. El maestro Baltanás, dominico, le encaminó a Ecija, ciudad de mucho comercio. Aquí comenzó su predicación y a leer públicamente unas lecciones sobre las epístolas de San Pablo. El celo de Ávila se extendía también a los niños, a quienes reunía al atardecer para enseñarles la doctrina, en la misma casa en que se hospedaba. También acudían allí personas mayores a quienes enseñaba a meditar. Leía un paso de la Pasión y luego estaban un poco meditándolo con poca luz. Pronto se murmuró de ello. Y en torno a él se iba formando un grupo sacerdotal, austero, de doctrineros y predicadores.
Durante estos años de su estancia en Sevilla debió leer Ávila unos libros que años más adelante encarecerá: los Abecedarios de Osuna, que aparecen ahora. También él publica por estas fechas unos libros espirituales, entre ellos uno sobre el modo de rezar el rosario. Los publica sin su nombre, como hace con la traducción del Kempis, que sale ahora allí mismo en Sevilla, en 1536, y que se atribuirá más adelante a fray Luis de Granada.
Pero esta vez una razón de prudencia debía aconsejar el anonimato. Los nombres de Juan de Ávila y de la Inquisición habían andado juntos en la boca de todos durante casi dos años que duró el proceso del apóstol de Andalucía (1532-33). Las acusaciones procedían de sus predicaciones en Ecija y Alcalá de Guadaira. La envidia de unos pocos, ciertas frases no bien interpretadas, su celo fuerte poco avenido con la prudencia cobarde, su espiritualidad en días de peligrosos iluminismos, le llevaron a la jurisdicción del Santo Oficio. Por fin salió del proceso sin nota alguna.
Ávila deja Sevilla. Por entonces tiene lugar su predicación en Córdoba. Guadalcázar le ve llegar a sus puertas en 1537 para asistir a doña Sancha Carrillo en su último trance. A ella había escrito, pliego a pliego en forma de cartas, aquel precioso tesoro que es el Audi, filia, síntesis maravillosa de la vida cristiana, concebida por Ávila como una participación del alma en el gran misterio de Cristo. A principios de este mismo año había tenido lugar en Granada, el día de San Sebastián, la conversión de Juan de Dios, el portugués loco por amor a Cristo. En marzo del año siguiente su nombre aparece en las actas capitulares del Cabildo eclesiástico de Granada. Es ahora ya maestro y se le confía la predicación de la bula.
¿Qué había llevado a Granada a Juan de Ávila? Por aquellas fechas estaba fundando el arzobispo don Gaspar de Avalos aquella universidad. Ávila, hombre de letras, es llamado a la fundación. También aquí reúne un manojo de clérigos impacientes a lo divino. Conocemos varios de los nombres de aquellos pocos que vivían con él en una misma casa y comían con él en un pequeño refectorio que tenía. Entre ellos los más destacados fueron Bernardino de Carleval, rector del Colegio Real, que dijo un día a un compañero: "Vamos a oír a este idiota, veamos cómo predica", y en aquel mismo sermón se hizo su discípulo, y el austerísimo Hernán Núñez, gran predicador, que no tomaba nada de nadie, porque para unas migas y una ensalada que comía le bastaba su rentilla. Desde Granada sigue en relación con los muchos discípulos de Córdoba.
Es ahora cuando el padre Ávila pone en obra un proyecto acariciado de mucho tiempo y organiza su congregación de sacerdotes operarios y santos. El poder arrebatador de su persona y su palabra había reunido en torno a él a muchos clérigos, en su mayor parte cristianos nuevos, hombres con fervores de novicios, a quienes juicios seculares cerraban las puertas de los mejores puestos. Ellos le dan la obediencia, sin votos desde luego, como a director de su movimiento sacerdotal. El les manda robustecer su vida interior: frecuencia de confesión y comunión, y no dejar nunca, a ser posible, las dos horas de oración, a la mañana y a la noche, sobre la Pasión y los novísimos. No deben olvidar el estudio del Nuevo Testamento —“y sería bien sabello de coro”—, para cuya inteligencia les recomienda la lectura de San Agustín, San Crisóstomo, San Bernardo, del Contemptus mundi, Enrique Herp y Erasmo. El resultado es una espiritualidad rigurosa y ascética, pero ungida y afectiva, en que el misterio de Cristo (Cruz, Eucaristía, Cuerpo Místico) tiene su puesto preferente. El darse al prójimo será para los suyos un desbordar de la vida del espíritu.
Cuando más adelante escriba sus memoriales para Trento señalará Ávila dos clases de sacerdotes de quienes tenía necesidad la Iglesia de su tiempo: los curas y confesores, de una parte, y los predicadores. Estos últimos deben ser el brazo derecho de los obispos, con los cuales, "como capitán con caballeros, sean terrible contra los demonios". Sus discípulos debían ser preferentemente esta segunda clase de sacerdotes: una vanguardia móvil de misioneros, siempre dispuesta para el combate adonde quiera les llamasen los prelados, un cuerpo de letrados que forjasen en colegios y universidades legiones de sacerdotes evangélicos.
Dos centros importantísimos de la escuela avilina son Baeza y Córdoba. La universidad de Baeza es fundada en 1538 por don Rodrigo y don Pedro López. Desde el primer momento es patrono y alma el maestro Ávila. Conocemos algo del género de vida de sus profesores Y estudiantes. Era tan ejemplar la vida de aquellos sacerdotes y alumnos que con razón se decía en aquel tiempo que las escuelas de Baeza más parecían convento de religiosos que congregación de estudiantes. Tales debían ser los discípulos de aquellos apostólicos varones, que lo eran a la vez del padre Ávila. Vivían en las mismas escuelas. Su traje, modestísimo. Despreciando honores y riquezas, leían teología escolástica y positiva los días ordinarios, y los domingos y fiestas predicaban en la ciudad y por los pueblos. Modo de vida parecido se tenía en los demás colegios -hasta quince- fundados por el maestro en toda Andalucía. En ellos, por usar una expresión del propio Ávila, se aprendía no tanto a gastar los ojos en el estudio cuanto a encallecer las rodillas en la oración. La orientación de las Escuelas es tan apostólica que nadie se gradúa en Baeza sin que haya salido a misionar por los pueblos. Aquellos doctores en Baeza no son unos especulativos: son varones espirituales, predicadores y directores de almas. Hay fama que el propio maestro Ávila no se atreve a decir misa el día que ha tenido que distraerse en una materia teologal demasiado sutil.
El padre Ávila mora frecuentemente con los condes de Feria, particularmente en las villas cordobesas de Montilla y Priego. Con él está largas temporadas fray Luis de Granada, que al lado del púlpito le oye, cuando predica, con encandilamiento. El maestro, que no cura del bien decir, no deja en sus sermones ni una piedra de la retórica sin mover. De cada uno de aquellos sermones de Ávila saca él tema para otros veinte. Aquel predicar valiente a Cristo crucificado, a lo Pablo, deja un rastro indeleble en el alma de fray Luis. Muchas noches se pasaba Ávila cosido a los pies de un crucifijo, pensando su sermón. Cristo crucificado era su libro. Decía él que Dios le había alquilado para dos cosas: para hacer llegar a los hombres al conocimiento de sí mismos, para que se despreciasen, y al conocimiento de Cristo, para que apreciasen los tesoros de sabiduría y amor que se encerraban en aquel pecho divino. Ávila, con todo, no era un hombre despegado, ajeno a las cosas de la vida. Por un pleito del archivo de protocolos de Córdoba de 1552 nos consta que era hombre de habilidades mecánicas y que había descubierto por su industria "cuatro artes o ingenios de subir agua de bajo a alto".
Córdoba era ahora centro irradiador en las misiones que organizaba Ávila. Una vez reunió allí más de veinticuatro discípulos de su escuela sacerdotal. Unos fueron a las Alpujarras; otros a las almadrabas de los atunes y Sevilla; otros a Fuenteovejuna, otros fueron por los obispados de Jaén y Córdoba. El aparejo y desarrollo de aquella correría tiene reminiscencias evangélicas. Van de dos en dos; en un jumentillo, el recado para decir misa, unos rosarios, estampas, alambres para hacer cilicios y unos libricos devotos; no llevan cosa de comer; no reciben regalos ni limosnas de misas; se recogen en los hospitales o en las sacristías de las iglesias; procuran dar en todo olor franciscano de desinterés y abstinencia.
Hacia 1546 Juan de Ávila y sus discípulos toman contacto con la Compañía de Ignacio de Loyola. Se cruzan cartas entre Ávila y San Ignacio, y se habla de la polvareda levantada por Melchor Cano contra la Compañía. Ignacio de Loyola muestra sumo interés por que el jesuita Villanueva se entreviste con el maestro. Escribiendo, a primeros de septiembre de 1550, sus impresiones, Villanueva manifiesta su admiración por la coincidencia de pensamiento entre el padre Ávila y la Compañía. "En tanta conformidad —dice— no parece quepa otro acuerdo: o que él se una a nosotros o que nosotros nos unamos con él." De todos modos, había que trabajar por atraerle. "Traería tras sí mucha cosa el Ávila."
En 1551 comienzan las grandes enfermedades del maestro Ávila, que le duran hasta el fin de sus días. Es entonces cuando piensa Ávila dejar a la Compañía la herencia de sus discípulos y colegios, Ávila hubiera deseado que siquiera el colegio de Baeza hubiera tenido perpetuidad después de sus días merced a los jesuitas. Pero este sueño no llegará a realizarse debido a la postura que la Compañía se verá forzada a tomar con relación a los conversos o descendientes de judíos, entre los cuales había reclutado Ávila sus mejores discípulos. Es el tiempo de la persecución del cardenal Silíceo.
Y la escuela sacerdotal avilina queda desglosada: una parte —cerca de treinta— en la Compañía, y los otros -la mayoría- esparcidos por Andalucía y Extremadura, bajo la dirección de su maestro. Llegan días tristes para Ávila y los suyos. En 1559 es incluido en el Cathalogus inquisitorial de Valdés el Audi, filia del padre Ávila y son procesados en Sevilla y Valladolid varios de sus amigos y antiguos discípulos. En el proceso de Carranza, el arzobispo de Toledo, aparece también el nombre del padre Ávila y junto con el Catecismo de aquél censura Cano unos escritos avilinos. Ávila, cada vez más apretado por estas enfermedades, se ha confinado a Montilla, donde cuida con esmero el alma de aquella santa condesa de Feria, en el claustro sor Ana de la Cruz, favorecida con gracias extraordinarias. A pesar de sus achaques sigue predicando, particularmente en las fiestas del Corpus, del Espíritu Santo y de la Virgen Nuestra Señora. Se despuebla la villa para acudir a sus sermones. Y aun la buena marquesa de Priego, vieja y sorda, acude a la iglesia. Y la doncella doña Aldonza le repite por una caña los conceptos del maestro.
Los discípulos del padre Ávila constituyen ahora tres grupos principales: uno, el de los doctores de Baeza con todos sus respectivos dirigidos y betas. Hay entre ellos frecuencia de sacramentos y largas horas de oración. Los que pueden desembarazarse de las obligaciones de sus casas se retiran a la soledad en unos caseríos donde tienen misa los días de fiesta, confiesan y comulgan. De estos principios ha de resultar luego la fundación descalza de la Peñuela. Ellos serán quienes acogerán con júbilo el colegio universitario de la reforma, que abrirá San Juan de la Cruz en 1571. Otro grupo lo forman los solitarios del Tardón regidos por la prudencia del padre Mateo de la Fuente, quien comunica las cosas de su espíritu y de sus ermitaños con el padre Ávila, a quien va a visitar con frecuencia. Un tercer grupo reside en Extremadura, en Zafra y Fregenal sobre todo. Son los más extremosos: buscan en la oración consolaciones sensibles y preocupan al padre Ávila.
El padre Ávila muere el 10 de mayo de 1569. Muere con una humildad ejemplar. A los que le hablan de cosas muy altas les ruega que le digan aquello que, para consolarles, se dice a los grandes pecadores. Le coge la muerte después de largos años de enfermedad y parece sorprenderle. Quisiera, dice él, mejor aparejarse para la partida. Se dice allí mismo misa de la Resurrección mientras se agrava. Los dolores le aprietan. "Bueno está, Señor; bueno está", dice el padre Ávila. Y con voz muy flaca, muchas veces: "Jesús, María". Un padre le tenía el crucifijo en la mano derecha y otra persona la vela en la izquierda.
Sólo cinco años más tarde ya vemos mezclados en los papeles de la Inquisición de Córdoba a carmelitas, discípulos de Ávila y alumbrados, del mismo modo que en los procesos de la Inquisición de Llerena andan confusos los nombres de algunos discípulos indignos del padre Ávila con los de los jesuitas, del padre Granada, Juan de Ávila y el Beato Ribera.
El auto de fe de 1579, en que son castigados los alumbrados de Llerena, es un rudo golpe para la mística heterodoxa y aun para la ortodoxa. Por estos días la escuela de Ávila ya hace tiempo que ha dejado de ser algo concreto y compacto. Si algo queda todavía es aquel tinte espiritual y hondamente sacerdotal que conserva largo tiempo la universidad de Baeza. El fermento que había entrado en la Compañía fue eliminado poco a poco, sobre todo desde que se procuró purgarla de aquel tipo de espiritualidad afectiva que cultivaba el padre Baltasar Alvarez y otros de la primitiva Compañía. Los discípulos que, en un segundo tiempo, habían entrado en la reforma del Carmen apenas tuvieron influencia. Y, después del gran fracaso de fray Luis con la célebre monja falsaria de Lisboa, también el grupo de dominicos de la Bética, simpatizante con Ávila, se fue esfumando y prevaleció la corriente intelectualista que había patrocinado Melchor Cano.
La escuela de Ávila había terminado, Pero su figura y sus escritos habían de seguir influyendo en la espiritualidad española. La misma gran escuela francesa de espiritualidad le es deudora. Beatificado en 1894, el 6 de julio de 1946 Pío XII le proclamaba patrono principal del clero secular español.
LUIS SALA BALUST
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