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He aquí un santo hoy prácticamente olvidado. Y, sin embargo, en el Madrid de Felipe II, de 1560 a 1591, cuando la Villa empezó a ser Corte, fue el hombre que más veneración suscitó entre los madrileños, del rey abajo, a pesar de que otros muchos llamaban la atención por entonces en este sentido entre aquellos religiosísimos españoles. Durante los treinta años últimos de su larga vida, el padre Orozco fue el santo de Madrid, "el santo de San Felipe" como le llamaban por el nombre del convento agustiniano en que vivía. Hoy es casi un desconocido en Madrid y, no digamos, en el resto de España... Había nacido, en 17 de octubre de 1500, en Oropesa, pueblo toledano de la diócesis de Avila, de Hernando de Orozco y María de Mena. Su nombre de Alonso lo recibió por encargo del cielo. Cuenta el mismo Beato que su madre le refirió cómo estando ella encinta y pensando qué nombre pondría al hijo que naciera, oyó se le decía: "¿Cómo le has de llamar sino Alonso?" Entendiendo que la Virgen María le quería para especial capellán y devoto suyo, como lo había sido siglos antes el gran Ildefonso de Toledo. De 1508 a 1514 pasa sus días en Talavera de la Reina (a donde vinieron a residir sus padres), y en Toledo, sirviendo de "seise" o niño de coro en la colegiata de la primera y luego en la Primada de la segunda. Su afición de por vida a la música debió nacer en estos años felices de su infancia. En 1514 marcha a "estudiar leyes" a Salamanca. Y allí, en 1522, se decide a pedir el hábito de San Agustín juntamente con su hermano mayor Francisco. Es maestro de novicios el venerable padre Luis de Montoya, otra figura casi preterida de la España del XVI. Prior, fray Hernando de Toledo. En seguida lo será Santo Tomás de Villanueva, en cuyas manos hará su profesión el 9 de junio de 1523. Poco después será sacerdote, al mismo tiempo que seguirá sus estudios de artes y teología en la cada vez más floreciente universidad. Con todo, no llegó a recibir grados académicos, y nunca será "maestro" en el seno de su Orden. Pero sí le dedicarán a predicador. Y téngase en cuenta la importancia de este ministerio en aquellos tiempos. Suponía una preparación doctrinal y una habilidad nada comunes, dada la afición de las gentes, y la competencia inevitable de púlpitos que llevaba consigo. Toda la vida ejercitará este apostolado con un aplauso unánime, y con frutos espléndidos de conversión y mejora de vida entre sus oyentes. Es más, el 13 de marzo de 1554 Carlos V le nombrará predicador real, dadas las noticias que tiene del mismo, recibidas sin duda de su hija doña Juana, gobernadora de España en su ausencia. Esta conoce por entonces al padre Orozco, que está de prior en Valladolid, donde ella reside. Mientras tanto, en su Orden ha tenido que moverse bastante en cargos de gobierno. Enumeremos rápidamente sus etapas. De 1530 a 1537 es conventual en Medina del Campo. En 1538, prior de Soria. En 1540, prior de Medina. En 1541, definidor de la provincia de España. De 1542 a 1544, prior de Sevilla. De 1544 a 1548, prior de Granada, y entre tanto, además, desde 1545, visitador de Andalucía. En 1548 se ofrece a ir a Méjico en ansias de evangelización y de martirio. Pero hubo de volverse desde Canarias a Sevilla, aquejado por la gota artrítica que ya otras veces había padecido. En 1550 reside en Montilla a ruegos de la marquesa de Priego. En 1551, de nuevo en Sevilla. En ese mismo año, prior de Valladolid. En 1554, definidor provincial. En calidad de tal preside en 1557 el famoso capítulo agustiniano de Dueñas. Para, finalmente, residir desde 1560 en Madrid, sin más cargos ya de su Orden, porque la Corte se ha trasladado a aquella villa. Y su condición de predicador real le obliga a estar allí junto a Felipe II, de quien será siempre apreciadísimo. Su título de predicador regio le exenciona de los superiores de su Orden. Pero él vivirá siempre en el convento de San Felipe como el más sencillo y observante religioso. Sus "gajes" o paga de predicador la distribuirá por partes iguales (él podía disponer como quisiera de ella) entre el convento donde habita, las agustinas de Talavera por él fundadas, y los pobres. Porque, después de varios años de preparación, ha logrado que se abra aquel monasterio de religiosas en 1576, así como el de agustinos de la misma ciudad. Años antes, 1570, ha conseguido también el de agustinas de la Magdalena de Madrid (hoy agustinas del Beato Orozco), y después, en 1588, el de agustinas de la Visitación en el mismo Madrid (hoy agustinas de Santa Isabel). De 1560 a 1591 su vida se consume en Madrid de la manera más santa y fecunda que puede imaginarse. Predicar, ¡y con qué fuego y qué espíritu! ¡Almas! ¿qué hacéis? Y se estremecían los oyentes... Aconsejar a todos: pobres, enfermos, pecadores... Era el hombre de Dios a quien todos recurrían. Desde el rey y los grandes a los últimos miserables... Todos le buscan, le rodean. le aman... El es todo para todos. Hasta los prodigios y gracias se le caen de las manos pródigas de bendiciones y misericordias. Escribir... Porque estando en Sevilla, 1542, la Virgen le ha dicho por dos noches en sueños: Escribe... Y lo hará hasta morir. Será uno de los escritores espirituales más fecundos del siglo XVI. Luego volveremos sobre sus obras espirituales. Su vida personal se ha deslizado, entre tanto, entre virtudes, sufrimientos y gracias del cielo. Las enfermedades y trabajos le llovieron abundantes. Durante treinta años, de 1522 a 1551, los escrúpulos más terribles han macerado su pobre existencia. Solamente le dejan libre durante la confesión y misa diarias, que celebra devotísimamente. Desde 1551 la paz le acompaña. Su oración es cada vez más contemplativa y más incesante, a la par que trabaja, que se mortifica —según el estilo de la época—, que cultiva todas las virtudes en grado heroico, ante la admiración de los que le conocen y con él conviven. En medio del entusiasmo que le rodea, él vive la añoranza continua de poderse retirar al convento agustiniano de El Risco, soledad abandonada y abrupta de la serranía abulense, que nunca conseguirá. Un clavicordio, que toca gustosísimamente, le suavizará a ratos su nostalgia sin medida. Dios no le quiso ni misionero y mártir en América, ni ermitaño en El Risco. Le quiso santo y apóstol en Madrid, que nacía como capital de España. En 1589 se retira a vivir con otros agustinos a las casas de doña María de Aragón, que ella quiere convertir en colegio. En aquel convento improvisado se acabará su largo vivir. Son casi dos años de enfermedades, de gracias del cielo, de resplandores vespertinos. Felipe II, Isabel Clara Eugenia, el cardenal Quiroga, todos le visitan. Se extinguió dulcemente abrazado a su cruz y con su vela encendida en la mano, en el mediodía del 19 de septiembre de 1591, no sin antes haber predicado —¡santo vicio empedernido!— durante media hora a los que le rodeaban: ¡Óiganme, que quiero predicar...! Sus exequias y entierro fueron clásicos de multitudes y prodigios, como era de esperar. Luego se fue haciendo poco a poco el silencio. Y la beatificación, retardada, no llegó hasta el 15 de enero de 1882, en el pontificado de León XIII. Alonso de Orozco es como una sombra bendita que se proyecta en el fondo y a lo largo del siglo XVI español. Suave, delicado, sencillo, se impuso por su acrisolada virtud. Su afición musical, su misma tendencia escrupulosa en la primera etapa de su vida, dicen de su temperamento y condición. Sus libros son también reflejo de su alma. 'No es original ni profundo. Sencillo, algo medieval en el contenido y en la forma. Fecundo, seguro, práctico, moralista más que dogmático, aunque con todo el fundamento doctrinal necesario. Empapado de Sagrada Escritura. Cálido, ungido, suave como él... Particularmente insinuante al hablar de oración. Su estilo es lo mismo. Hay páginas de antología. Pero, en general, es demasiado humilde, aunque siempre digno. El sólo quería hacer bien, que le entendieran todos, no se preocupaba mucho de lo demás. Ni quizá tenía formación ni habilidad para otra cosa. El hecho es que escribió y publicó sin cesar. El mismo hizo en vida varias ediciones de algunas de sus obras. Nunca la Inquisición parece le inquietase por ello. Su seguridad doctrinal, su misma sencillez, quizá también las dedicatorias a grandes personajes, le dejaron tranquilo. Pero sus obras no han resistido al tiempo. No han sido "eternas". Hoy apenas se leen. Sin embargo, una selección podría todavía gustarse y ayudar a las almas deseosas. Y, sobre todo, la figura del Beato y su obra literaria toda espera y reclama un estudio serio, que le sitúe en las circunstancias de su siglo, que le valorice, que le exalte como se merece. Sin duda llegará, como llegará la hora de su definitiva glorificación al canonizarle, ¡Lo haga el Señor! BALDOMERO JIMÉNEZ DUQUE |
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